Fieras, locos, profetas y fiestas: Los muchos cines dominicanos, ayer y hoy
Por Natalia Christofoletti Barrenha
Investigadora visitante en la Facultad de Cine y Televisión de la Academia de Artes Escénicas de Bratislava – VŠMU
En una entrevista a la Agencia EFE por el estreno de su película La fiera y la fiesta (2019) en el Festival de Berlín, los directores Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas comentaron: “Ahora que tenemos las bondades de una industria creciente, de una Ley de Cine, se nos hacía importante mirar hacia atrás y decir que si todo esto está sucediendo es porque hubo un grupo que empezó hace muchos años y al que había que hacerle un homenaje”. La fiera y la fiesta zambulle en el universo fantástico y extravagante del cineasta dominicano Jean-Louis Jorge (1947-2000), figura clave de la escena artística de la República Dominicana y parte del grupo mencionado por los realizadores que intentaba hacer cine en el país contra viento, marea y ciclones a lo largo del siglo XX.
Con “todo esto [que] está sucediendo”, Guzmán y Cárdenas se refieren al florecimiento de la escena cinematográfica de la República Dominicana de la última década, que frecuentemente ha sido descrita en libros, catálogos de festivales y revistas especializadas con términos como “despertar”, “boom”, “efervescencia”. Este territorio de casi 11 millones de habitantes ubicado en el Caribe, que comparte con Haití la isla de La Española (o Quisqueya, según la lengua de los nativos indígenas taínos), cuna del merengue y donde fue fundada la primera ciudad (y hospital, y universidad) de las Américas, realizó entre 2010 y 2019 alrededor de 230 largometrajes – más que el doble de todo lo producido en los 100 años anteriores, que roza la centena de títulos.
Las primeras filmaciones en la isla remontan a 1915, cuando el puertorriqueño Rafael Colorado rodó La excursión de José de Diego en Santo Domingo. Sin embargo, el 16 de febrero de 1923 se considera la fecha de nacimiento del cine dominicano, con el estreno del cortometraje de 11 minutos La leyenda de Nuestra Señora de Altagracia, dirigida por Francisco Arturo Palau. Posteriormente, Palau también lanzaría el documental La República Dominicana (1924) y la comedia Las emboscadas de Cupido (1925), sentando las bases de la actividad cinematográfica en el país. En los años siguientes, se producirían noticieros que documentaban celebraciones populares, actos políticos y fenómenos naturales. Adam Sánchez Reyes, Salvador Arquímedes Sturla y Tuto Báez fueron los responsables de muchos de estos registros – además de María Electa Stéfani Espaillat, también colaboradora contumaz de Palau, considerada la primera cineasta mujer de la República Dominicana.
En 1930, el desarrollo del cine (y de todo el campo artístico) se verá frenado con la instalación de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, que duraría hasta 1961. En ese largo intervalo, el cine se transformaría en instrumento de propaganda del régimen que exaltaba al tirano, sus familiares y retrataba un país muy distante de su realidad. Cualquier iniciativa que se desviase de eso era duramente censurada y violentamente reprimida. Un caso representativo es el de los 13 documentales producidos por Rafael Augusto Sánchez Sanlley (con su compañía Cinema Dominicana, la primera del tipo en la isla) y dirigidos por el cubano Pepe Prieto en 1953. Comisionados por el gobierno, los trabajos finales exhibían las enormes dificultades que vivía el pueblo dominicano – algo que el régimen definitivamente no quería ver divulgado, principalmente cuando confrontadas con el lujo ostentado por las clases políticas. La productora terminó clausurada y los involucrados en el proyecto fueron arrestados, exiliados o desaparecidos.
En 1963, se estrena La silla, de Franklin Domínguez, que se convertirá en una película bisagra del cine dominicano: no solo por reactivar el medio, sino también por abordar de manera directa las atrocidades del recién finalizado periodo trujillista. A través del monólogo de un joven, la obra reflexiona sobre eventos que marcaron la dictadura y cuestiona el silencio y la complicidad de parte de la sociedad. El documental, especialmente el de interés histórico, será prevalente en esa década y la siguiente, donde destacan nombres como Max Pou, Pericles Mejía, Claudio Chea, Jimmy Sierra y José Luis Sáez – los cuales seguirán en actividad por muchos años. Uno de los puntos altos de esa época será el cortometraje Crisis (Onofre de la Rosa & Grupo Cine Militante, 1977), una crítica a la intervención violenta a la mayor universidad del país a partir de 1966, durante el gobierno autoritario de Joaquín Balaguer. Crisis se considera la primera película dominicana que logra alcance internacional al recorrer festivales latinoamericanos y ser exhibida en el prestigioso Festival de Oberhausen, en Alemania. Ya en 1979, se obtienen sustanciales avances institucionales con la fundación de la Cinemateca Dominicana y de la Escuela de Cine, Fotografía y Televisión en la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
La propagación del video, junto al vigoroso progreso de la televisión local, harán que los años 1980 sean muy fructíferos para el audiovisual dominicano. La potencia de la escena documental se confirma y se pluraliza, y a los argumentos de enfoque político y revisión histórica se suman las temáticas ambientales y culturales, además de propuestas más experimentales. Para citar algunos pocos ejemplos, Carnaval y caretas (Peyi Guzmán, 1981, acerca de esa festividad en varios puntos del país), Lumiantena (Martín López & Maxi Rodríguez, 1981, que dialogaba con las artes plásticas y ganó una mención en la Bienal de París), A golpe de heroísmo (Tommy García & Frente de Izquierda Dominicana, 1985, sobre la Revolución de Abril de 1965), Camino al pico Duarte (Claudio Chea, 1985, un llamado contra la deforestación) y Tras las huellas de Palau (René Fortunato, 1985, un homenaje al pionero del cine dominicano) son algunas de las cintas que más resonaron en aquel momento. Entre estos jóvenes realizadores, sobresale Fortunato, quien se convertiría en un importante narrador que revisita la historia del país y ayuda a pensar sobre ella, con títulos ineludibles bajo su firma como la trilogía Trujillo: El poder del jefe (1991-1996).
En el campo de la ficción, Un pasaje de ida (Agliberto Meléndez, 1988) fue todo un evento: además de ganar premios en Huelva y La Habana, tocó hondo a la platea nacional al recuperar un triste episodio real en el que varios dominicanos murieron al intentar ingresar ilegalmente a Estados Unidos. Hasta hoy pieza emblemática de la filmografía nacional, fue la primera película en abordar el tema de la migración, que será recurrente en las pantallas del país (sea la emigración en dirección al norte, sea la inmigración de haitianos). En un tono muy distinto, ese es también el tópico de Nueba Yol: Por fin llegó Balbuena (Ángel Muñiz, 1995), una ingeniosa comedia que se apoya en un popular personaje de la televisión. Como contó con una enorme campaña publicitaria, Nueba Yol – título que bromea con la pronuncia en castellano de “Nueva York” – será el primer blockbuster dominicano (teniendo incluso una secuela en 1997) y establecerá la comedia como el género dominante a partir de entonces. Muñiz será un referente en el sector y alineará a las dos Nueba Yol grandes éxitos de taquilla como Perico ripiao (2003) y Ladrones a domicilio (2008). Entre innumerables títulos significativos del género, se puede destacar Cuatro hombres y un ataúd (Pericles Mejía, 1996), Sanky Panky (José Enrique Pintor, 2007) y Lotoman (Archie López, 2011).
Paralelamente a las comedias, los documentales y las ficciones históricas, a lo largo de los 1990 y 2000, van asomando dramas con múltiples argumentos (marginación social y económica, violencia urbana, corrupción estatal, tramas detectivescas, béisbol – el deporte nacional…), como los muy comentados Para vivir o morir (Radel Villalona, 1996), Éxito por intercambio (Miguel Vásquez, 2003) y Yuniol (2007), del prolífico y versátil director Alfonso Rodríguez. Hay también algunas notables exploraciones al terreno del horror, como el fenómeno Andrea, la venganza de un espíritu (Rogert Bencosme, 2005) y Las cenizas del mal (Javier Vargas, 2008).
Así, el cine dominicano empieza a ganar tracción en la primera década del siglo XXI, con la difusión de las tecnologías digitales que abarataron y facilitaron el quehacer audiovisual (como pasó en todo el mundo), lo cual permitió lograr una producción constante que iba de cinco a ocho largometrajes por año. Sin embargo, el impulso definitivo vino en 2010, con la promulgación de la denominada Ley de Cine – ya mencionada en la declaración de Guzmán y Cárdenas que abre este texto. Hasta aquel entonces, la producción cinematográfica local corría a cargo de iniciativas personales y colectivos independientes, bajo el soporte de instituciones educativas y culturales, o como una extensión de algunos productos televisivos cuyo público objetivo era el mercado interno. La Ley de Cine puso en marcha una serie de iniciativas que han dinamizado y fortalecido el sector, como la creación de diferentes modalidades de incentivos financieros a través de concursos y créditos, el desarrollo de acciones de formación para nuevos talentos y de programas de promoción del cine nacional tanto dentro como fuera del país, y el establecimiento de la Dirección General de Cine (DGCINE) como ente coordinador.
El marco legal y apoyo institucional brindados por dicha ley también facilitó la coproducción con otros países, un mecanismo fundamental en una industria de carácter sumamente transnacional como el cine. Asimismo, se ha invertido en la reputación de la República Dominicana como locación para películas y series internacionales, aprovechando al máximo el potencial del cine como movilizador económico. Sin límites (Miguel Menéndez de Zubillaga, 2022, de Amazon Prime), La ciudad perdida (Aaron & Adam Nee, 2022, con Sandra Bullock y Channing Tatum) y Viejos (M. Night Shyamalan, 2021, con Gael García Bernal y Vicky Krieps) son algunos de los ejemplos más recientes entre los más de 30 proyectos extranjeros de alto perfil que pisan el país cada año.
Las posibilidades generadas por ese contexto no solamente han aumentado exponencialmente el número de producciones autóctonas (que han rondado entre 20 y 30 películas anuales), sino que se han diversificado los géneros y las historias contadas. La fuerte influencia de la estética hollywoodense mainstream fue abriendo paso a propuestas más autorales y arriesgadas, lo que se refleja en la creciente visibilidad del país en festivales internacionales de renombre. Se inauguraron también vitrinas de difusión, como los festivales de cine dominicano de Madrid (que tiene lugar desde 2012), de Nueva York (desde 2013) y de Miami (desde 2015), además de ciclos esporádicos en varias partes del mundo.
Uno de los pilares de esa filmografía cada vez más estimulante y de rasgos propios ha sido la resistencia a perpetuar el imaginario exotista de la isla, a la par de la exploración de temas incómodos como las secuelas del trujillismo y los complejos lazos (y tránsitos) entre los países de la región. Muchas películas han problematizado la idea la República Dominicana como postal turística (el país es el destino más visitado del Caribe, recibiendo cerca de cinco millones de turistas anualmente) al evidenciar las desigualdades y violencias propiciadas por dinámicas mercantiles y neocolonizadoras que conviven con el paraíso tropical modelo. Al mismo tiempo, hay el cuidado en alejarse de la “pornomiseria”, tan persistente en el cine del Sur Global. También se ha puesto en entredicho ciertos paradigmas identitarios y discursos oficiales, haciendo frente a asuntos controversiales y sensibles. Además, la profesionalización del campo ha facilitado la incorporación de una nueva y más heterogénea generación de cineastas y técnicos, con otras voces y subjetividades se incorporando a ese mundillo.
De esa forma, el cine nacional ha develado perspectivas más realistas y frescas de la vida, la sociedad, la historia y la identidad dominicanas, lo que le asegura un lugar significativo tanto como manifestación artística como en el debate público. La presente muestra ofrece una mirada panorámica de esa filmografía en construcción y en ebullición a partir de la exhibición de cinco obras muy distintas – pero con algunos puntos de contacto – realizadas en los últimos tres años. Un cónclave caleidoscópico donde se encuentran personajes reales y ficticios, adaptaciones literarias, recuperación de momentos históricos, trabajos de memoria, incursiones fantásticas, y expediciones ecologistas.
La película de apertura Mis 500 locos (Leticia Tonos Paniagua, 2020) lleva el espectador para dentro de los muros de un hospital psiquiátrico a inicios de los 1950, años de recrudecimiento de la represión trujillista. Basada en las memorias del célebre Dr. Antonio Zaglul (1920-1996), la cinta se centra en sus vivencias como director de esa institución, que no admitía solamente pacientes con discapacidades mentales, sino también los locos engendrados por el aparato de tortura del régimen, además de ser un refugio para disidentes y otros ciudadanos marginados. Con una primorosa reconstrucción de época, fotografía de tono apastelado, oscuro y esfumado que emula al cine noir, el largometraje de Tonos Paniagua alcanza a transmitir la atmósfera sórdida, densa y en permanente tensión de vivir bajo un estado totalitario que aplasta brutalmente cualquier intento de libertad.
Liborio (Nino Martínez Sosa, 2021) también se acerca a una personalidad dominicana trascendental: Olivorio Mateo Ledesma (1876-1922), campesino conocido como Papá Liborio, que “resucita” con poderes curativos tras un huracán. Líder de una comunidad autosuficiente en los confines de las sierras selváticas del oeste, es considerado un agente peligroso tanto por las élites urbanas como por los invasores estadunidenses. Como afirmó Fernando Santos Díaz, productor de la obra, Liborio podría ser descrito como una mezcla de Jesucristo, Che Guevara y Bob Marley, por haberse constituido como líder mesiánico, efigie de la revuelta popular e iniciador de ceremonias (fuertemente influenciadas por tradiciones afrocaribeñas) centradas en la música y la danza. Interpretado por el actor-sensación Vicente Santos, Liborio es un protagonista descentrado, visto siempre por ojos ajenos: lo entendemos, así, a través de lo que él hace a los otros, lo que en él fascina e impacta – estrategia que lo mantiene parcialmente enigmático y realza su presencia magnética. Además, permite percibir la historia como memoria colectiva y mito compartido que va más allá del tributo revisionista tradicional. El liborismo sigue vivo hasta hoy y varias escenas se filmaron en pueblos que todavía lo celebran, lo que conecta aquel pasado con el presente.
Como en Liborio, perpetuar un legado e inmortalizarlo por medio del cine es también el corazón de la previamente citada La fiera y la fiesta. A diferencia de los trabajos anteriores de Guzmán y Cárdenas, donde predominaban el minimalismo y una óptica realista, en esta película los directores se entregan al mundo de excesos y de magia tan afín a su homenajeado Jean-Louis Jorge. Artista pionero en muchos sentidos, amante del submundo de la noche y de las divas de Hollywood, almodovariano incluso antes que Pedro Almodóvar, Jorge realizó el largometraje La serpiente de la luna de los piratas(1973) en Estados Unidos, cuando estudiaba en la UCLA, y Melodrama (1976) en Francia. De vuelta a la República Dominicana en la década del 1980, pasó a dedicarse al teatro y a la televisión y se embarcó en algunos pocos cortos, de los cuales Afrodita (1996) es el más recordado.
La fiera y la fiesta no es un biopic – Jorge está presente de otra forma, como una fuerza poética que permea en todo. En ese sentido, es revelador prestar atención al reparto, íconos de la pantalla grande que agregan jugosas capas al guion: Jaime Piña, célebre productor dominicano; Udo Kier, astro alemán que actuó en obras de Paul Morrissey y Andy Warhol como Sangre para Drácula (1974); Luis Ospina, imprescindible cineasta colombiano y uno de los impulsores del proyecto, que contribuyó con sus anécdotas y sus archivos; y Geraldine Chaplin, actriz estadunidense con más de 150 créditos en su haber (además de tamaño apellido), y cuya caracterización claramente alude a la reina punk Edwige Belmore, mejor amiga de Jorge durante su temporada parisina. Ellos comparten la escena con bailarines y modelos jóvenes, lascivos y deslumbrantes, tan hipnotizadores cuanto los paisajes que atraviesan. Pero ese edén no está libre de monstruos, lo que la película paulatinamente enseña mediante su flirteo con el gótico tropical.
Hay también una especie de monstruo en Papi (Noelia Quintero Herencia, 2020). Sonia, una niña de imaginación vibrante que fantasea con el retorno de su padre, lo compara con los asesinos en serie de los clásicos del cine de horror, ya que él siempre surge sin aviso y se le da por muerto una infinidad de veces. Para escapar de la espera agobiante e interminable, Sonia inventa en su cabeza aventuras delirantes, en las que zonas grises de la realidad ganan colores vistosos. Estas se turnan con flashbacks de su vida cotidiana y con los gestos repetidos del juego de yazos, que son como los estribillos de una larga canción: una de amorosa admiración y fervorosa expectativa por su Papi, quien suele llegar desde los Estados Unidos como un héroe, con autos relucientes y valijas llenas de golosinas, regalos, dinero y drogas. Vía la aguda percepción infantil, Quintero Herencia ofrece una película exuberante plagada de neón y de entretenidas referencias urbanas, televisivas y musicales de los años 1980 – sin olvidarse del racismo y el sexismo corrientes. Así, Papi hace justicia a la novela de mismo título en que se apoya, de la galardonada escritora, compositora, cantante, hit cult y activista Rita Indiana, que hace un cameo en la cinta y fue responsable por su banda sonora.
En El naturalista isleño (Eladio Fernández & Freddy Ginebra, 2021), film que cierra la muestra, el fotógrafo conservacionista Eladio Fernández nos invita a acompañarlo a conocer en primera persona su trabajo. De profesión administrador de empresas, su curiosidad por los pájaros lo llevó a la fotografía, luego a las flores, y de salto en salto ha contribuido enormemente con la ciencia al descubrir nuevas especies de plantas y animales. Además, está involucrado en proyectos fundamentales de protección de los ecosistemas en toda la isla Quisqueya, donde podemos verlo en acción. Este dominicano cree firmemente en el poder de la imagen para conectar a la gente con la naturaleza y convencerla de la urgencia y relevancia de su preservación (especialmente en tiempos de colapso climático). De esta manera, junto a la intervención apasionada de Fernández, el documental regala secuencias espectaculares en altísima definición, sean los primeros planos de delicadas flores, sean las vistas aéreas de mares y bosques descomunales.
El cine contemporáneo de la República Dominicana tiene mucho más que brindar. Docenas de otras magníficas obras podrían acompañar este quinteto que introducimos: Dólares de arena (Laura Amelia Guzmán & Israel Cárdenas, 2014), La Gunguna (Ernesto Alemany, 2015), Carpinteros (José María Cabral, 2017), Cocote (Nelson Carlo de Los Santos Arias, 2017), Miriam miente (Natalia Cabral & Oriol Estrada, 2018), Malpaso (Héctor Valdez, 2019), Bantú Mama (Ivan Herrera, 2021), Candela (Andrés Farías, 2021) y Hotel Coppelia (José María Cabral, 2021) son solamente algunas entre las más aplaudidas nacional e internacionalmente. En esta ocasión, invitamos al público de Eslovaquia a disfrutar, por primera vez, de esas cinco películas, pequeña muestra de una filmografía en fiesta.